Buenos Aires, 09 de noviembre de 2011. Hotel Presidente Perón. Habitación 310.
Hace tiempo que tengo la inquietud de escribir sobre los cambios que fueron produciéndose en mis posiciones ideológicas. Lamentablemente, hasta hoy, me faltó voluntad. Cuestiones, netamente personales, hicieron que caiga en una depresión. La depresión es una enfermedad, realmente, complicada, difícil; ataca la mente y, en consecuencia, la voluntad. Pero, la buena noticia es que existe la posibilidad de recuperarse. Y aquí estoy, en ese proceso.
Deseo ser lo más sintética y clara posible; no sé si lo lograré, es una larga historia. Una historia que se inicia en la infancia, porque comenzamos a tener posiciones ideológicas desde niños. Al menos, es lo que creo de acuerdo a mis experiencias. Obviamente, todo es discutible.
Nací en el año 1964, en el seno de una familia disfuncional. Padre autodenominado ateo y socialista, pero convertido al peronismo después del 45. Madre, hija de inmigrantes alemanes de la guerra del 14, antinazista, creyente no practicante, sumamente estructurada a las reglas de esta sociedad capitalista y votante por el peronismo.
Tal vez, alguien se pregunte por qué hago mención de mis padres para escribir sobre ideologías. Sucede que el vínculo que se genera con ellos es, desde mi punto de vista, clave en la formación ideológica de cualquier ser humano.
Mis primeros seis años los viví en Don Bosco, partido de Quilmes. Allí fui al jardín de infantes. Hice sólo sala de cuatro y me aburrí. Le pedí a mi vieja que me anotara en primer grado porque quería aprender a leer y escribir, ya no quería hacer dibujitos. Recuerdo que me tomaron un test de maduración y, finalmente, ingresé a la escuela. Era una escuela rara, no tenía pupitres. Las aulas tenían mesas redondas, las cuales compartíamos 6 ó 5 chicos. También, me viene a la memoria una clase de estética o plástica; en la cual había que llevar plastilinas de colores. Mis viejos no se encontraban, en ese momento, en una buena situación económica. Así que, las que llevé no eran muy coloridas. Había un compañero que tenía un montón, ¡y de todos colores! Ni lerda ni perezosa, agarré una rosada, hermosa y me la guardé en el bolsillo. Parece que mi compañero las tenía contadas, porque no pasó mucho tiempo para que armara un escándalo de novela. La maestra nos increpó a todos y cada uno. Finalmente, saqué la plastilina del bolsillo y se la di. Me castigó poniéndome en el rincón del aula. Me sentí humillada. No entendía por qué, sí mi compañero tenía tantas plastilinas, era tan grave que haya tomado una? No tenía de ese color. .. Ésta fue mi primera lección del concepto de propiedad. No entendí mucho, lo que si me quedó claro es que existían dueños. Algunos de muchas cosas, y otros de pocas o ninguna. Que los que no éramos dueños de nada, no teníamos derecho de tomar algo, aunque sobrara. En mi mente infantil, me pareció antinatural.
Un año después, me tocó vivir la situación inversa. Mi viejo consiguió trabajo como médico en Puerto Santa Cruz, una localidad de la provincia homónima. Al principio viajó solo y, al cabo de unos meses, se incorporó al hospital de Piedrabuena, un pueblo hermoso ubicado a orillas del río Santa Cruz. En el verano del 70, nos mudamos mi vieja, mi hermano y yo. Allí cursé mi segundo grado el año siguiente. La escuela era pequeña, con un gran patio y todo el mundo se conocía. Era como una familia grande, con grandes diferencias también. Había dos cursos, el “A” y el “B”. En el “A”, cursaban los hijos de los estancieros, profesionales, comerciantes importantes. En el “B”, los hijos de los trabajadores, la nieta de la dueña del prostíbulo, la hija de la alcohólica del pueblo y yo, la hija del doctor. Enseguida hice amistades. Pero había algo que me causaba tristeza e indignación, mientras yo tenía lápices de colores nuevos, una linda cartuchera, etc. Mis compañeros se las arreglaban con pequeños lápices gastados, cartucheras descoloridas, etc.
Obviamente, como cualquier niño con la curiosidad a flor de piel, le pregunté a mis viejos por qué no tenían útiles nuevos como yo. La respuesta fue: seguramente sus papás no pudieron estudiar y entonces los trabajos que conseguían eran mal pagos. No pregunté más, pero igualmente me seguía pareciendo injusto. Así que un día, hice la gran Robin Hood. Agarré el monedero de mi vieja y tenía tres billetes. Dejé dos. Fui a buscar a mi amiga, y la llevé a la librería del pueblo. Compramos lápices y cartucheras para ella y sus hermanas. Nos sobraron un montón de billetes. Fuimos a su casa, y se los di a la mamá. Se puso muy contenta, y yo también. Cuando regresé a casa, mi vieja estaba hecha una furia. Claro, le faltaba un tercio del sueldo de mi viejo. Me hice bien la zonza. Al toque me di cuenta que había hecho una macana grosa. Guardé el secreto años. Recién pude decir la verdad, algunos meses antes que falleciera mi viejo. Fue un alivio haberme liberado de tan terrible secreto.
Pero, volviendo a la ideología, debo contarles que la respuesta que me dieron mis viejos a tan terrible injusticia, es mentirosa. La respuesta la encontré en un pequeño libro, pero con gran contenido. "Trabajo asalariado y capital" de Karl Marx.
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