Corría el año 1982. Plena guerra de Malvinas. Desafiando la voluntad de mi viejo, saqué un pasaje de regreso a Río Gallegos, y abandoné la carrera de Ingeniería Química. Dejó de hablarme un tiempo. Eso significaba que estaba sumamente enojado, porque fue la única vez que me retiró la palabra.
Una tarde de invierno, de esas que las calles y veredas parecen de vidrio, mi amiga Bettina (V.J.B.), me pide que la acompañe al Regimiento 24; porque quería visitar a un flaco que había conocido, colimba, que estaba privado de franco (preso). Obvio que la acompañé, éramos carne y uña (somos aún). Caminamos aproximadamente 20 cuadras, entre resbalones y risas, y llegamos a la guardia. Ese día, conocí a Cosita. Pocas veces, alguien me hizo reir tanto. Era especial.
No volví a verlo hasta el año siguiente. Había iniciado el profesorado de matemática y física, y estaba en época de parciales. Además, también había ingresado a trabajar por contrato, en abril, a la empresa Y.P.F. Estaba, lo que se dice, a full. De pronto, mientras transcurría un pequeño recreo entre cátedras, veo venir a Bettina acompañada de un flaco algo extraño para Río Gallegos en esa época. Mientras se acercaban me decía:
- ¡Mirá quien vino!
Intentaba reconocerlo, pero no había caso. Tenía el cabello hasta casi los hombros, lacio, oscuro. Un pañuelo hindú en el cuello y unos jeans desflecados acompañados, a modo de cinturón, de una faja colorida, aparentemente, tejida en telar.
- ¡Cosita! ¿Te acordás?
Claro, cómo no iba a recordarlo. Me causó una inmensa alegría y lo abracé como si lo conociera de toda la vida. Me pareció que se sintió algo incómodo, al principio; pero enseguida comenzó a bromear y, nuevamente me hizo reir a morir.
No sé muy bien cómo sucedieron las cosas, pero de pronto pasó de ser mi primo (trucho, era una estrategia de él para conocer chicas), a ser un compañero especial. Nos veíamos cuando ambos teníamos ganas. A veces le lavaba la cabeza, con mucho cuidado porque no quería que se le cayera ni un pelo. Escuchábamos tardes enteras a Pink Floyd, Deep Purple, Santana. También a Serrat y tango. Le gustaba uno que dice: “Mano a mano hemos quedado…” Otras, hacíamos el amor. Una canción de Serrat, lo pintaba de cuerpo entero: Vagabundear. “Harto ya de estar harto…”
Estuvo un tiempo buscando trabajo. Lo único que consiguió fue uno de vendedor de libros ambulante. Poco a poco, iba perdiendo el buen humor. Extrañaba a la vieja, que había quedado sola en Floresta. A Mirta, su novia en Buenos Aires, que se parecía a Verónica Castro, según contaba.
Quería volverse. No lo dudé, cobré mi sueldo de julio y le saqué un boleto de regreso en avión. Estaba teniendo un atraso, y me hice un test de embarazo. Acordamos abrir juntos el resultado en la Plaza San Martín, sentados uno al lado del otro, en un banco que aún existe. “Positivo”. Quedamos desconcertados. Ninguno de los dos sabía muy bien qué hacer. Finalmente creímos que lo mejor era interrumpirlo. Caminamos hasta la iglesia y, tomados de la mano hicimos una especie de casamiento privado. Prometí amarlo toda mi vida. No sé qué prometió él. Todo fue en absoluto silencio. A los pocos días, se fue. El 12 de agosto de 1983, cometí uno de los errores más grandes de mi vida.
Seguimos en contacto por teléfono. En octubre de ese mismo año, viajé a Buenos Aires con mi vieja. Al llegar a Aeroparque, me estaba esperando. Fue una hermosa sorpresa. No recuerdo si nos acompañó hasta el hotel, pero sí recuerdo muy bien que fuimos a recorrer Florida, Plaza San Martín, la torre de los ingleses; de la mano y llevándome a ritmo porteño (casi volando).
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