lunes, enero 16, 2012

Esos amores que te dejan como Penélope III

Vagabundear – J. M. Serrat

Harto ya de estar harto, ya me cansé
de preguntarle al mundo por qué y por qué.
La Rosa de los Vientos me ha de ayudar
y desde ahora vais a verme vagabundear,
entre el cielo y el mar.

Vagabundear.

Como un cometa de caña y de papel,
me iré tras una nube, pa' serle fiel
a los montes, los ríos, el sol y el mar.
A ellos que me enseñaron el verbo amar.
Soy palomo torcaz,
dejadme en paz.

No me siento extranjero en ningún lugar,
donde haya lumbre y vino tengo mi hogar.
Y para no olvidarme de lo que fui
mi patria y mi guitarra las llevo en mí,
Una es fuerte y es fiel,
la otra un papel.

No llores porque no me voy a quedar,
me diste todo lo que tú sabes dar.
La sombra que en la tarde da una pared
y el vino que me ayuda a olvidar mi sed.
Que más puede ofrecer
una mujer...

Es hermoso partir sin decir adiós,
serena la mirada, firme la voz.
Si de veras me buscas, me encontrarás,
es muy largo el camino para mirar atrás.
Qué más da, qué más da,
aquí o allá...

“… Si de veras me buscas, me encontrarás, es muy largo…” Me quedé con esa última estrofa.

Hace aproximadamente un año que estoy en Buenos Aires, desde el 14 de febrero de 2011, por un tema de salud de mi compañero de vida. No fue nada fácil estar lejos de la familia, del lugar de origen, del viento y del frío. Salió todo bien y, en breve, volveremos a casa.

En una salida con mi compañero, tomamos Reconquista y fuimos hasta cerca de Retiro. De pronto, veo el nombre de una calle: Tres Sargentos. Le digo:

-         - Pará, a ver si aún existe un bar que conocí en el 83.

Existe. Pero algo cambiado. Sin paredes rojas ni graffitis. Cuando llegué al hotel, volví a intentar encontrarlo a Cosita en Google.

¡Sorpresa! Lo encontré en facebook y en otra red social. En esta última, le dejé un mensaje. En face, lo agregué como amigo. No tiene la opción de mensajes habilitada. Me sentía feliz de saber nuevamente algo de él. Pasaron algunos días, y nada. Se me ocurrió, después de dar un par de vueltas, enviarle un mensaje a uno de sus contactos. No me gusta molestar, pero eran tantas las ganas que tenía de contactarme con él…

Seguían pasando los días. Miré sus fotos, una y otra vez. Leí el muro completo. Y encontré un teléfono de un ex compañero de la colimba. Daniel A. En un momento, dudé en llamar. ¿Qué le iba a decir a un desconocido? Finalmente, marqué el número y listo. La primera llamada, no atendió. Recién lo hizo en mi segundo intento. No recuerdo bien toda la explicación que dí, pero él fue muy amable y dueño de una hermosa voz. Quedó en ponerse en contacto con Cosita y le dejé mi celular.

Al llegar al hotel, esa noche, recibo un mensaje por face donde me hacen saber que, Cosita, no tenía interés de retomar contacto. Fue doloroso, no creí que pudiera afectarme tanto. De hecho, era una posibilidad. Pero me sentí muy mal. Sin embargo, respeto su decisión, aunque no la entienda. Tomé el celular, y le envié un mensaje a Daniel A. para que deje todo como estaba.

El jueves salí temprano. Recibí una llamada de Daniel, pero se cortó. Hice toda la pila de trámites pendientes y, cuando terminé, me senté un rato en la Plaza de Mayo. Hacía calor, pero  me sentía bien. Esa plaza me conecta con mi infancia. Aunque debo decir que con el vallado, se ve horrible. Le envié un mensaje a Daniel y me llama. Le explico toda la historia, y en un momento se me ocurre invitarlo a conocernos. Según él, no nos conocimos allá lejos en el tiempo, porque era del grupo de los feos. Nos encontramos en Corrientes y Florida. No me costó ubicarlo, me había dicho que tenía pinta de milico. Y sí, tiene esa pinta. Pero, también aclaró que no lo era. De feo, no tiene nada. Es un hombre sumamente atractivo, pero por sobre todas las cosas, muy cálido. Fuimos caminando hasta una confitería cerca de su lugar de trabajo. Hablamos por horas. Fue un momento mágico, como hace tiempo no me sucedía. De un absoluto desconocido, sentí como si lo conociera de toda la vida. Al despedirnos, me preguntó si podía llamarme o volverme a ver. No lo dudé. La respuesta fue un sí. Pero hasta ahora, nunca llamó para volver a encontrarnos.

Dentro de la conversación que tuvimos, salió el recuerdo de Adolfo F. Y que el grupo que se reúne de vez en cuando, nadie había tenido noticias de él. A Adolfo también lo conocí durante su colimba y luego nos volvimos a ver, cuando Cosita ya había regresado a Buenos Aires, y él fue a Río Gallegos en busca de trabajo. Un tipazo, Adolfo.

Hice lo mismo que con Cosita, recurrí al Google. Encontré su número telefónico y lo llamé. No estaba, dejé un mensaje en el contestador. A los pocos días me envía un mensaje. Fue mucha mi alegría el volver a tener noticias de él. Le pasé el celular de Daniel A. Pero creo que no me recuerda, o no le traje buenos recuerdos. Tampoco volví a saber de él.

¿Qué pasa con la clase 62 y yo? ¿Qué hice? Mi compañero de vida, dice que la colimba, en general, no trae buenos recuerdos. Puede ser. De todo esto, igual me quedo con lo bueno. Sigo y seguiré  amando a Cosita, ese amor de juventud que, a pesar de mi error, me hace feliz recordarlo de vez en cuando. Conocer a alguien que me hizo vivir un momento hermoso. Y Adolfo, sigue siendo un tipazo. ¿Fin?

Esos amores que te dejan como Penélope II

Durante mi estadía en Buenos Aires, salimos varias veces; a veces solos, otras, con El Chino, o con su grupo de amigos. Creo que fue una, de las pocas veces, que disfruté de esa ciudad. Recuerdo que me llevó a conocer una especie de pub, en la calle Tres Sargentos. Si no me falla la memoria, se llamaba BaroBar. Las paredes estaban pintadas de rojo y llenas de graffitis. Las mesas y sillas, de madera; medios toneles llenos de maníes con su cáscara. La barra estaba genial. Cerveza tirada y sangría, eran los preferidos. Me parece que esa noche, también estaba El Chino; porque cuando me acompañaron al hotel, nos agarró un cana. Cosita, no sabía casi ni como se llamaba, encima vomita, mientras el cana nos miraba. No sé que cuento le hicieron, la cuestión que nos dejó tranquilos.

Conocí a su madre, y también a Mirta (tenía razón, se parecía a Verónica Castro). Al principio, no hubo muy buena onda. Pero un día, estando en la casa de Cosita, esperándolo; Mirta y una amiga también llegan a buscarlo. Ellas me invitan a salir a caminar y acepté. Mientras caminábamos, nos dijimos todo lo necesario para tener una buena relación. A Mirta, recuerdo haberle dicho que no me considere una competencia, ya que iba a estar unos días y, luego regresaba a Río Gallegos. Que probablemente, Cosita y yo, ya no nos volveríamos a ver.

Otra salida, tuve que viajar en colectivo hasta Floresta y Cosita me iba a estar esperando en la parada. Me dijo:

-      - Te bajás en Rivadavia y Cardozo. No la podés errar, el 5 ó 105 (no recuerdo bien) viene derecho por Rivadavia. No dobla.

Tomé el bondi y empezó a andar. Ya estaba oscuro. Yo miraba los nombres de las calles para no pasarme. De pronto, el bondi dobla. A la pelotita, ¿Y ahora? Me bajé en la siguiente parada. No tenía ni idea dónde estaba. Empecé a caminar, y pregunté a unas personas que estaban sentadas en la vereda, para dónde estaba la Av. Rivadavia. Me miraron raro. Claro, estaba a dos cuadras de una de las avenidas más conocidas de Buenos Aires. Llegué a Rivadavia, y ahí nomás lo ví a Cosita en la vereda de enfrente. Ahí me enteré, que las calles cambian de nombre. Como la ex Roca, en Río Gallegos. No entiendo porque hacen eso, es complicar la cosa.

Fuimos a un bolichón, donde nos juntamos con el resto de la banda. Pizza, moscato y fainá. Para después ir a un pool o pub, donde tocaba una banda. Estando allí, una de las chicas se manda a mudar sola. No entendí muy bien que pasó, pero había que salir a buscarla. Cosita y El Chino fueron por Rivadavia, el resto, fuimos por Yerbal. En plena búsqueda, para al lado nuestro un Falcon y se bajan cuatro tipos con chumbo en mano.

-         -  ¡Todos contra la pared!

Debo decir que, no es nada agradable que te apunten. La providencia estuvo de nuestro lado. Mirta conocía a uno de ellos del barrio y zafamos. Cosita y El Chino encontraron a la chica. Luego me acompañó en taxi hasta el hotel.

En otra oportunidad, se nos ocurrió ir al Parque de la ciudad, o algo así. Quedaba bien lejos. Cuando llegamos, estaba cerrado. Volvimos, y al Ital Park. Fue la primera y última vez que me subí a una montaña rusa. No porque me haya disgustado, al contrario, me encantó. Pero jamás volvió a ocurrírseme subir a una. No sabría responder por qué.

Mi último día en Buenos Aires viajamos en tren hasta Tigre y volvimos. Después fuimos a Aeroparque, el vuelo salía temprano. También fueron Mirta y la amiga. Fue una linda despedida. Cuando Cosita y yo nos despedimos, estaba como enojado y me dijo:

-       Cuando existe una vez que…

Nunca supe qué. Ni creo que llegue a saberlo alguna vez.

Pasó el tiempo. Perdí el teléfono y la dirección. Pero lo busqué por muchos años. Guía de teléfono, nada. Desde que uso internet, cada tanto, ponía su nombre en Google. Nada.

sábado, enero 14, 2012

Esos amores que te dejan como Penélope

Corría el año 1982. Plena guerra de Malvinas. Desafiando la voluntad de mi viejo, saqué un pasaje de regreso a Río Gallegos, y abandoné la carrera de Ingeniería Química. Dejó de hablarme un tiempo. Eso significaba que estaba sumamente enojado, porque fue la única vez que me retiró la palabra.

Una tarde de invierno, de esas que las calles y veredas parecen de vidrio, mi amiga Bettina  (V.J.B.), me pide que la acompañe al Regimiento 24; porque quería visitar a un flaco que había conocido, colimba, que estaba privado de franco (preso). Obvio que la acompañé, éramos carne y uña (somos aún). Caminamos aproximadamente 20 cuadras, entre resbalones y risas, y llegamos a la guardia. Ese día, conocí a Cosita. Pocas veces, alguien me hizo reir tanto. Era especial.

No volví a verlo hasta el año siguiente. Había iniciado el profesorado de matemática y física, y estaba en época de parciales. Además, también había ingresado a trabajar por contrato, en abril, a la empresa Y.P.F. Estaba, lo que se dice, a full. De pronto, mientras transcurría un pequeño recreo entre cátedras, veo venir a Bettina acompañada de un flaco algo extraño para Río Gallegos en esa época.  Mientras se acercaban me decía:

-       ¡Mirá quien vino!

Intentaba reconocerlo, pero no había caso. Tenía el cabello hasta casi los hombros, lacio, oscuro. Un pañuelo hindú en el cuello y unos jeans desflecados acompañados, a modo de cinturón, de una faja colorida, aparentemente, tejida en telar.

-       ¡Cosita! ¿Te acordás?

Claro, cómo no iba a recordarlo. Me causó una inmensa alegría y lo abracé como si lo conociera de toda la vida. Me pareció que se sintió algo incómodo, al principio; pero enseguida comenzó a bromear y, nuevamente me hizo reir a morir.

No sé muy bien cómo sucedieron las cosas, pero de pronto pasó de ser mi primo (trucho, era una estrategia de él para conocer chicas), a ser un compañero especial. Nos veíamos cuando ambos teníamos ganas. A veces le lavaba la cabeza, con mucho cuidado porque no quería que se le cayera ni un pelo. Escuchábamos tardes enteras a Pink Floyd, Deep Purple, Santana. También a Serrat y tango. Le gustaba uno que dice: “Mano a mano hemos quedado…” Otras, hacíamos el amor. Una canción de Serrat, lo pintaba de cuerpo entero: Vagabundear. “Harto ya de estar harto…”

Estuvo un tiempo buscando trabajo. Lo único que consiguió fue uno de vendedor de libros ambulante. Poco a poco, iba perdiendo el buen humor. Extrañaba a la vieja, que había quedado sola en Floresta. A Mirta, su novia en Buenos Aires, que se parecía a Verónica Castro, según contaba.

Quería volverse. No lo dudé, cobré mi sueldo de julio y le saqué un boleto de regreso en avión. Estaba teniendo un atraso, y me hice un test de embarazo. Acordamos abrir juntos el resultado en la Plaza San Martín, sentados uno al lado del otro, en un banco que aún existe. “Positivo”. Quedamos desconcertados. Ninguno de los dos sabía muy bien qué hacer. Finalmente creímos que lo mejor era interrumpirlo. Caminamos hasta la iglesia y, tomados de la mano hicimos una especie de casamiento privado. Prometí amarlo toda mi vida. No sé qué prometió él. Todo fue en absoluto silencio. A los pocos días, se fue. El 12 de agosto de 1983, cometí uno de los errores más grandes de mi vida.

Seguimos en contacto por teléfono. En octubre de ese mismo año, viajé a Buenos Aires con mi vieja. Al llegar a Aeroparque, me estaba esperando. Fue una hermosa sorpresa. No recuerdo si nos acompañó hasta el hotel, pero sí recuerdo muy bien que fuimos a recorrer Florida, Plaza San Martín, la torre de los ingleses; de la mano y llevándome a ritmo porteño (casi volando). 

sábado, diciembre 03, 2011

Cosas de la infancia I

Buenos Aires, 09 de noviembre de 2011. Hotel Presidente Perón. Habitación 310.

Hace tiempo que tengo la inquietud de escribir sobre los cambios que fueron produciéndose en mis posiciones ideológicas. Lamentablemente, hasta hoy, me faltó voluntad. Cuestiones, netamente personales, hicieron que caiga en una depresión. La depresión es una enfermedad, realmente, complicada, difícil; ataca la mente y, en consecuencia, la voluntad. Pero, la buena noticia es que existe la posibilidad de recuperarse.  Y aquí estoy, en ese proceso.

Deseo ser lo más sintética y clara posible; no sé si lo lograré, es una larga historia. Una historia que se inicia en la infancia, porque comenzamos a tener posiciones ideológicas desde niños. Al menos, es lo que creo de acuerdo a mis experiencias. Obviamente, todo es discutible.

Nací en el año 1964, en el seno de una familia disfuncional. Padre autodenominado ateo y socialista, pero convertido al peronismo después del 45. Madre, hija de inmigrantes alemanes de la guerra del 14, antinazista, creyente no practicante, sumamente estructurada a las reglas de esta sociedad capitalista y votante por el peronismo.

Tal vez, alguien se pregunte por qué hago mención de mis padres para escribir sobre ideologías. Sucede que el vínculo que se genera con ellos es, desde mi punto de vista, clave en la formación ideológica de cualquier ser humano.

Mis primeros seis años los viví en Don Bosco, partido de Quilmes. Allí fui al jardín de infantes. Hice sólo sala de cuatro y me aburrí. Le pedí a mi vieja que me anotara en primer grado porque quería aprender a leer y escribir, ya no quería hacer dibujitos. Recuerdo que me tomaron un test de maduración y, finalmente, ingresé a la escuela. Era una escuela rara, no tenía pupitres. Las aulas tenían mesas redondas, las cuales compartíamos 6 ó 5 chicos. También, me viene a la memoria una clase de estética o plástica; en la cual había que llevar plastilinas de colores. Mis viejos no se encontraban, en ese momento, en una buena situación económica. Así que, las que llevé no eran muy coloridas. Había un compañero que tenía un montón, ¡y de todos colores! Ni lerda ni perezosa, agarré una rosada, hermosa y me la guardé en el bolsillo. Parece que mi compañero las tenía contadas, porque no pasó mucho tiempo para que armara un escándalo de novela. La maestra nos increpó a todos y cada uno. Finalmente, saqué la plastilina del bolsillo y se la di. Me castigó poniéndome en el rincón del aula. Me sentí humillada. No entendía por qué, sí mi compañero tenía tantas plastilinas, era tan grave que haya tomado una? No tenía de ese color. .. Ésta fue mi primera lección del concepto de propiedad. No entendí mucho, lo que si me quedó claro es que existían dueños. Algunos de muchas cosas, y otros de pocas o ninguna. Que los que no éramos dueños de nada, no teníamos derecho de tomar algo, aunque sobrara. En mi mente infantil, me pareció antinatural.

Un año después, me tocó vivir la situación inversa. Mi viejo consiguió trabajo como médico en Puerto Santa Cruz, una localidad de la provincia homónima. Al principio viajó solo y, al cabo de unos meses, se incorporó al hospital de Piedrabuena, un pueblo hermoso ubicado a orillas del río Santa Cruz. En el verano del 70, nos mudamos mi vieja, mi hermano y yo. Allí cursé mi segundo grado el año siguiente. La escuela era pequeña, con un gran patio y todo el mundo se conocía. Era como una familia grande, con grandes diferencias también. Había dos cursos, el “A” y el “B”. En el “A”, cursaban los hijos de los estancieros, profesionales, comerciantes importantes. En el “B”, los hijos de los trabajadores, la nieta de la dueña del prostíbulo, la hija de la alcohólica del pueblo y yo, la hija del doctor. Enseguida hice amistades. Pero había algo que me causaba tristeza e indignación, mientras yo tenía lápices de colores nuevos, una linda cartuchera, etc. Mis compañeros se las arreglaban con pequeños lápices gastados, cartucheras descoloridas, etc.

Obviamente, como cualquier niño con la curiosidad a flor de piel, le pregunté a mis viejos por qué no tenían útiles nuevos como yo. La respuesta fue: seguramente sus papás no pudieron estudiar y entonces los trabajos que conseguían eran mal pagos. No pregunté más, pero igualmente me seguía pareciendo injusto. Así que un día, hice la gran Robin Hood. Agarré el monedero de mi vieja y tenía tres billetes. Dejé dos. Fui a buscar a mi amiga, y la llevé a la librería del pueblo. Compramos lápices y cartucheras para ella y sus hermanas. Nos sobraron un montón de billetes. Fuimos a su casa, y se los di a la mamá. Se puso muy contenta, y yo también. Cuando regresé a casa, mi vieja estaba hecha una furia. Claro, le faltaba un tercio del sueldo de mi viejo. Me hice bien la zonza. Al toque me di cuenta que había hecho una macana grosa. Guardé el secreto años. Recién pude decir la verdad, algunos meses antes que falleciera mi viejo. Fue un alivio haberme liberado de tan terrible secreto.

Pero, volviendo a la ideología, debo contarles que la respuesta que me dieron mis viejos a tan terrible injusticia, es mentirosa. La respuesta la encontré en un pequeño libro, pero con gran contenido. "Trabajo asalariado y capital" de Karl Marx. 

sábado, agosto 28, 2010

Imaginando recuerdos

Miro esta foto y, obviamente, no recuerdo en absoluto lo que sentía en ese momento. Pero puedo intentar imaginarlo, mientras atiendo el llamado de mi mamá (la de la foto, hoy con ochenta y un años sobre su cuerpo), que me pide un té con leche.

Tomo el tarro del té e imagino que debo haberme sentido segura como muy pocas veces en mi vida; en sus brazos, suaves y firmes. Sin temores, como aquellos que luego me invadirían, poco a poco, en el transcurso de mi existencia. Un lugar agradable, del cual seguramente reclamaba con llantos. Me pregunto qué sentiría ella. Termino de preparar el té y apoyo la taza sobre la mesa. Mi mamá se acomoda en la silla y se queja del dolor de espalda, que aún no cede luego de la caída.

- Má. ¿Te acordás qué sentías cuando nos tomaron esta foto? – pregunto a la vez que giro la notebook para que pueda verla.

- ¿Cuál foto? Alcanzame los antejos, que no veo nada así.

Se los coloca y observa con atención. Una sonrisa comienza a dibujarse en sus labios, casi idéntica a la de la foto.

- Mirá. ¡Qué linda estabas!

- Si, má. ¿Pero, qué sentías? ¿Te acordás?

- Sentía el placer de tenerte en mis brazos, de apretarte suavemente hacia mí. También sentía una gran responsabilidad, tu bienestar dependía de mi atención. Miedo. Un miedo terrible de no ser una buena madre… ¿Fui buena madre, Verónica? – me preguntó, casi rogando una respuesta sincera de mi parte.

- Sos mi mamá, y la única que tengo. Sólo puedo decirte que a mí me gustó y me gusta ser tu hija – respondí mientras apretaba su mano arrugada y manchada por los años.

Me miró y sonrió con ternura. Parecía satisfecha con la respuesta. Tal vez esperaba algún calificativo. Pero, ¿cómo calificarla? Aprendimos juntas, la vida nos tomó varios exámenes, a ella como madre, a mí como hija y viceversa. Y seguimos avanzando, en esa carrera cuyo título habilitante, es la alegría compartida de ser madre e hija.

Miro la foto de ayer y descubro el mismo amor de hoy. ¿Qué más se puede decir?

martes, febrero 05, 2008

El viejo se fue...

Y el zorzal cantó a las 10. Era jueves, 17 de enero. Lo escuchó mi mamá.

- Está cantando un zorzal – comentó.

Presté atención. El sonido me pareció lastimero, triste. Casi un llanto. No sé cuanto tiempo pasó exactamente. Pero fueron apenas minutos. Sonó el teléfono.

- Hola – dije.

- ¿ Es la casa de la familia J.?

- Sí.

- ¿ Es usted familiar del paciente Ricardo J.?

- Sí, soy la hija.

- Hablo de la clínica. Es necesario que se acerque a la sala de terapia intensiva.

- Está bien, ya voy hacia allí.

El corazón se me estrujó, la garganta se me anudó. Mi papá… Las preguntas se agolparon en mi mente. ¿Qué pasó? ¿Acaso, murió? No… tal vez despertó del coma… No podía pensar… no quería pensar… Eso era muy difícil después de un infarto cerebral… Pero… ¿Y sí aún existían los milagros?

Eran cerca de las 10 del día sábado 05 de enero, cuando en casa, sonó el teléfono. Atendió mi hija.

- Mamá, es la abuela.

Me levanté, y fui a atender la llamada.

- Hola.

- Camila, no sé que pasa. No puedo despertar a tu papá. Mueve las manos, pero no reacciona.

- Llamá a la ambulacia, má. Al 107. Ya vamos para allá.

El auto no arrancó. Pedimos un taxi.

Cuando llegamos, la ambulancia, ya estaba. Fui directamente al dormitorio. Allí ví a mi papá, tendido en su cama. Parecía dormido… El médico fue claro y directo. – Es grave, aparentemente, un infarto cerebral.

Lo sentaron en una silla de ruedas y lo subieron a la ambulancia. En el trayecto, lo llamaban por su nombre. Yo miraba… De pronto, abrió sus ojos… Miró, desconcertado… Su gesto fue de temor… Jamás voy a olvidar ese gesto… No sé si logró verme… no sé si supo que yo estaba ahí. La impotencia se apoderó de mí ser… Doce días pasaron… doce días, en los cuales tuve dos citas diarias con él de media hora. Media hora en la cual acaricié sus manos, sus hombros, su frente…

Llegué a la sala de terapia intensiva. Me anuncié, y enseguida se hizo presente el médico de guardia.

- Lo lamento.

Mi papá, había muerto. Mi papá… El viejo… Y el zorzal, había cantado a las 10.

domingo, noviembre 26, 2006

El viejo

Un tipo de barrio. Nacido en el seno de una humilde familia criolla en plena crisis del 29. Hijo de una mujer extraordinaria, que la vida me dió la oportunidad de conocer y aprender de ella gran parte del arte de vivir; y de un hombre, correntino, nativo de Bella Vista, a quien la muerte lo descubrió demasiado pronto, y se lo llevó cuando mi viejo apenas ingresaba a su adolescencia.
Circunstancia que lo obligó a colgar los libros por un tiempo, y tener que empezar a laburar para parar la olla, junto con sus hermanos.
Nacido en el barrio de Flores, y criado, luego, en Villa Lugano. Un porteño de ley. Hoy, con sus 77 años a cuestas, disfruta contándome anécdotas de su juventud. Cuando iba con los pibes del barrio a jugar al potrero, o se subian al carro del lechero para dar un vueltín, o esa vez que caminaban por las vias del tren y tuvieron que largarse el vacío para que la formación no los pasara por arriba, o cuando siendo muchachos se metían en el Maipo y se peleaban por los largavistas para mirar a Nélida Roca. Me encanta escucharlo relatar sus aventuras. Pasaría horas y horas, sin importarme si me cuenta, la misma historia, diez mil veces. Pero bueno, surge la vieja hincha pelotas, diciendo:
- ¡Pero Ricardo, eso ya lo contaste! ¿Ves que tengo razón? ¿Te das cuenta que te falla?
Y el viejo la mira de reojo, con ganas de putearla, y se calla.
Siempre fue así. Siempre prefirió callar, antes que trenzarse en una discusión estéril. Lo que no quiere decir que, alguna vez, podrido de aguantar, se despachó a gusto y se armó tremenda pelotera. En fin, son esas cuestiones domésticas tan comunes en la convivencia.
El viejo fue uno de esos tipos que estudió y trabajó a la vez. Terminó su secundaria en una nocturna e ingresó a la universidad con el afán de recibirse de médico. En realidad, la medicina no era su vocación. De hecho, con su guardapolvo blanco, parecía más un carnicero que un médico. El hubiese querido estudiar sociología. Autodefinido como socialista y ateo por convicción. Luego se unió a las filas del peronismo, y así lo conocí yo: peronista y ateo.
Sin embargo, logró su titulo en medicina con especialidad en dermatología, y se desempeñó como tal. Jamás comerció con la salud. ¡Grande, el viejo! Podría haberse llenado de plata, pero sus principios y valores, siempre estuvieron muy por encima de cualquier circunstancia monetaria. O sea, un boludo. ¡Pero cómo admiro a ese boludo! Y es mi viejo.

Empezando

Aclaro que, seguramente, esta historia será algo desordenada. No tengo intenciones de respetar el orden cronológico ni nada por el estilo. Fundamentalmente, porque me gusta dejarme llevar por las ganas y la espontaneidad del momento. Sin embargo, intentaré contarla de una manera simple y divertida, de modo que, quien se anime a recorrerla, pueda disfrutar de ella como lo hice yo, protagonizándola. Ojo, no esperen un lecho de rosas ni relatos extraordinarios. Obviamente sólo se trata de una historia de vida, simple y común, con alegrias y decepciones, como cualquiera. El motivo de compartirla, sencillamente, porque tengo ganas. ¿Hace falta alguna otra razón?